Listo para
salir, el ascensor sube y yo espero. Llega, entro, y hacia abajo. Al salir,
llamo a la vecina que sale con su marido para ayudarme a salvar el escalón del
portal. Ya estoy fuera, hace frío. El viento me enfría la cara y hace llorar
mis ojos, pero no importa, me gusta que me dé el aire. Comienza la aventura.
Impulso las
ruedas de la silla y toda ella tiembla por los adoquines que forman el suelo de
la acera. A este paso me caerán los dientes.
Barrigas,
barrigas todo el rato, mi cabeza está a la altura del ombligo de la gente que
camina por la calle, así que es difícil ver de que color tienen los ojos.
Difícil, a pesar de que no paran de mirarme con expresión lastimosa. ¿Tanta
pena les doy?
Silencio, cuando
paso frente a un grupo de adolescentes que hablan en los bancos: y eso que era
una conversación interesante sobre una noche de fiesta. Callan. Deben pensar
que no es conveniente que escuche estas cosas, que soy un enfermo que ha de
cuidarse.
Un niño pequeño
cogido a la mano de su madre se cruza conmigo, se queda mirándome intentando
averiguar por qué voy en una especie de carrito. Le pregunta a su madre, que
contesta: es un minusválido que no puede caminar, y necesita de la silla
para desplazarse. Minusválido. Menos-válido. Debo ser una cosa infrahumana,
menos válido que un humano. Preferiría que dijesen persona con discapacidad, y
no menos-válido. Pero, en fin...
Llego al
supermercado, al menos tiene rampa para que pueda acceder sin problemas. Cojo
una de esas cestas con ruedas para llevar lo que quiero comprar y la empujo por
delante de mí. Comienzo a buscar por las estanterías lo que necesito: leche,
cereales, magdalenas, un poco de carne, pescado, espuma de afeitar, detergente,
preservativos, gel de baño y cerveza...La lista está clara, ahora toca
encontrarlo todo. Los cereales no los alcanzo: están en una estantería
demasiado alta. Así que pido a un chaval que pasa por mi lado si me los puede
dar. Sonríe, los coge, y los pone en la cesta. Ahora toca dirigirse hacia el
pasillo de perfumería, a buscar lo de afeitar, el gel y los preservativos. Las
dos primeras cosas sin problema pero los preservativos vuelven a estar
demasiado altos.
Así que espero que alguien pase por
el pasillo para pedírselos. Aparece la misma mujer con el niño de antes. Cuando
se acercan, les pido si puede darme los preservativos, me mira con cara de
asco, acelera el paso i se aleja tirando del brazo del niño y acusándome de
desvergonzado. Deben pensar que por ir en una silla de ruedas no puedo tener
una vida sexual normal y sana, o quizás ni siquiera tenerla…
Me quedo parado pensando en eso, no
sé si abandonar y buscar una farmacia donde la dependienta seguro que me los
da. Pero, en ese momento, una pareja joven llega y coge su cajita de
preservativos. Les pido si pueden acercarme una de las cajitas, sonríen y me
preguntan de qué tipo necesito: XL, les doy las gracias. Ya tengo los
preservativos a la cesta y me dirijo hacia la caja.
De camino a la
caja del supermercado, paso por el pasillo de los televisores, donde el canal
Megadeporte muestra imágenes de deportistas paralímpicos de las anteriores
Olimpíadas. Coincide que están mostrando la entrega de medallas de mi
especialidad, estoy saliendo en la televisión, sentado en la silla de ruedas
sobre el pódium y recibiendo la medalla. El resto de personas del pasillo de
los televisores, a pesar de estar viendo esas imágenes, no ven que yo sea la
misma persona de las imágenes. Ni tan solo me miran, ni relacionan las imágenes
conmigo. Me pregunto cómo hubiesen actuado si fuera un deportista sin
discapacidad y hubiese ganado medallas olímpicas. Sonrío irónicamente y
continúo hacia la caja del supermercado. Coloco los productos en la cinta de la
caja, pago, me pongo las bolsas de compra sobre las rodillas y vuelvo hacia
casa.