domingo, 17 de abril de 2016

UN PASEO POR LA CALLE. Deportista con discapacidad.


Listo para salir, el ascensor sube y yo espero. Llega, entro, y hacia abajo. Al salir, llamo a la vecina que sale con su marido para ayudarme a salvar el escalón del portal. Ya estoy fuera, hace frío. El viento me enfría la cara y hace llorar mis ojos, pero no importa, me gusta que me dé el aire. Comienza la aventura.
Impulso las ruedas de la silla y toda ella tiembla por los adoquines que forman el suelo de la acera. A este paso me caerán los dientes.
Barrigas, barrigas todo el rato, mi cabeza está a la altura del ombligo de la gente que camina por la calle, así que es difícil ver de que color tienen los ojos. Difícil, a pesar de que no paran de mirarme con expresión lastimosa. ¿Tanta pena les doy?
Silencio, cuando paso frente a un grupo de adolescentes que hablan en los bancos: y eso que era una conversación interesante sobre una noche de fiesta. Callan. Deben pensar que no es conveniente que escuche estas cosas, que soy un enfermo que ha de cuidarse.
Un niño pequeño cogido a la mano de su madre se cruza conmigo, se queda mirándome intentando averiguar por qué voy en una especie de carrito. Le pregunta a su madre, que contesta: es un minusválido que no puede caminar, y necesita de la silla para desplazarse. Minusválido. Menos-válido. Debo ser una cosa infrahumana, menos válido que un humano. Preferiría que dijesen persona con discapacidad, y no menos-válido. Pero, en fin...
Llego al supermercado, al menos tiene rampa para que pueda acceder sin problemas. Cojo una de esas cestas con ruedas para llevar lo que quiero comprar y la empujo por delante de mí. Comienzo a buscar por las estanterías lo que necesito: leche, cereales, magdalenas, un poco de carne, pescado, espuma de afeitar, detergente, preservativos, gel de baño y cerveza...La lista está clara, ahora toca encontrarlo todo. Los cereales no los alcanzo: están en una estantería demasiado alta. Así que pido a un chaval que pasa por mi lado si me los puede dar. Sonríe, los coge, y los pone en la cesta. Ahora toca dirigirse hacia el pasillo de perfumería, a buscar lo de afeitar, el gel y los preservativos. Las dos primeras cosas sin problema pero los preservativos vuelven a estar demasiado altos. 
Así que espero que alguien pase por el pasillo para pedírselos. Aparece la misma mujer con el niño de antes. Cuando se acercan, les pido si puede darme los preservativos, me mira con cara de asco, acelera el paso i se aleja tirando del brazo del niño y acusándome de desvergonzado. Deben pensar que por ir en una silla de ruedas no puedo tener una vida sexual normal y sana, o quizás ni siquiera tenerla…
Me quedo parado pensando en eso, no sé si abandonar y buscar una farmacia donde la dependienta seguro que me los da. Pero, en ese momento, una pareja joven llega y coge su cajita de preservativos. Les pido si pueden acercarme una de las cajitas, sonríen y me preguntan de qué tipo necesito: XL, les doy las gracias. Ya tengo los preservativos a la cesta y me dirijo hacia la caja.
De camino a la caja del supermercado, paso por el pasillo de los televisores, donde el canal Megadeporte muestra imágenes de deportistas paralímpicos de las anteriores Olimpíadas. Coincide que están mostrando la entrega de medallas de mi especialidad, estoy saliendo en la televisión, sentado en la silla de ruedas sobre el pódium y recibiendo la medalla. El resto de personas del pasillo de los televisores, a pesar de estar viendo esas imágenes, no ven que yo sea la misma persona de las imágenes. Ni tan solo me miran, ni relacionan las imágenes conmigo. Me pregunto cómo hubiesen actuado si fuera un deportista sin discapacidad y hubiese ganado medallas olímpicas. Sonrío irónicamente y continúo hacia la caja del supermercado. Coloco los productos en la cinta de la caja, pago, me pongo las bolsas de compra sobre las rodillas y vuelvo hacia casa.